Un oriente gringo y un cuento mejicano
- María Gómez Cabrera
- 17 abr 2009
- 5 Min. de lectura

La ciudad de San Francisco, en Estados Unidos, se despierta entre los santos, resguarda géneros indefinidos, razas y lenguas. Crónica gráfica sobre un lugar para todos, separado en fragmentos de culturas que renacen.
Sobre la costa oriental de los Estados Unidos se encuentra San Francisco, una ciudad a la que no le falta nada. Es la segunda más poblada del país, después de Nueva York. Hoy parece irónico el nombre de santo que recibió tras una expedición españo
la en 1776, ya que por sus calles transita la población homosexual más grande de Los Estados Unidos: 15% de ellos gays y lesbianas. La sensación popular de sus calles “peligrosas” y su gente, la hacen parecer, en la calle 16 con Mission Street, un pueblo mejicanizado, no muy diferente de un San Victorino con letreros en espanglish. Mercados de frutas californianas, comunes en cada una de sus esquinas, conversaciones estridentes entre un manito con un sujeto anónimo y un hombre gritando “I lost my wife” en medio de un viaje de cocaína o medicamentos, hacen que sus buses amables con el ambiente, pero marcados con grafittis en sus suelos, parezcan manicomios andantes.
En San Francisco se respira el aroma picante del wasabi japonés, su olor se refunde entre una niebla perpetua que solo desaparece cuando se mira desde otro lado del Golden gate bridge. Sus esquinas normalmente huelen a marihuana, después de que en el estado de California se le declarara legal en 1996. El hecho de portar una dosis de marihuana médica se convierte en algo común bajo los pretextos de adicción. Sin embargo, trasladarse de nuevo a los años 60 no resulta difícil en las calles de Haight Ashbury, donde el espíritu hippie se revive, entre almacenes de ropa usada y vinilos de segunda.
-Paz y amor hermana, ¿me regala un cigarrillo? -dice un hippie de pelo largo y de ojos caídos.
-No hermano ése era el último -contesto sin dar excusas, sabiendo que estoy mintiendo. Nunca es sencillo regalar un cigarrillo cuando la caja de Marlboro es a ocho dólares, sin contar los impuestos.
San Francisco es una ciudad sin tabús y difiere de las ciudades del norte de los Estados Unidos por su gente, un poco más despierta y menos letrada; ellos siempre buscan un dólar de más. Tarros de propinas, y el trío de hippies que se sienta sobre el asfalto caliente con camisetas teñidas de colores mariposa, entonando canciones de Pink Floyd o de Janis joplin , recrean, junto al artista que dice vender “arte americano” (como si América sólo fuera los Estados Unidos), un ambiente de euforia que se esconde bajo la máscara de los tranvías del deseo.
Algo de bohemio tiene San Francisco cuando se camina cerca a sus galerías que alojan arte de importantes pintores como Picasso y Miró. Desde pequeños cafés se divisan las telarañas de cables que soportan milagrosamente los viejos trolis, moviéndose sin estrellarse, sin enredarse. Como de nómadas a sedentarios La población que se resguarda entre suburbios de casas color pastel, entre cada una de sus subidas y bajadas, donde habitan latinos, japoneses y chinos, quienes se acomodaron allí por su agradable clima y su cercanía al Océano Pacífico y a Méjico, hacen parte del 55% de los ciudadanos emigrantes.
A eso de las 5:30 de la tarde, cuando el sol ilumina el Océano Pacífico con luz dorada haciendo resplandecer el rojo sangre del Golden Gate y la isla de Alcatraz, salen los chinos a tocar. Debajo de la sombra de Trasamerica Pyramid, el ícono arquitectónico de la ciudad, se esconde el barrio chino; y en él, un grupo de músicos con ojos rasgados tocan violines asiaticos y tis (flautas de bambú); invitando con música a la gente para acercarse a probar el sabor agridulce del pollo y el pato que se exhiben en cada una de las vitrinas de los restaurantes tradicionales. Los meseros ofrecen la pruebita china en la calle. Platos con pedazos pequeños de carne bañados en una salsa brillante y caramelizada que deja forrado el paladar de grasa: casi vomitivos.
A comparación de la comida china, la comida japonesa, mucho más provocativa, decorada, se encuentra en lujosos restaurantes ubicados en el barrio japonés. Centros comerciales y mercados abundantes en productos asiáticos donde las etiquetas o empaques resultan casi imposibles de entender. Comprar Sake no es una idea descabellada, pero sí en Los Estados Unidos donde veinte años de edad no son suficientes para festejar con bebidas alcohólicas el hecho de que se está en San Francisco; pero sí alcanzan para fumar marihuana y cigarrillos.
La seriedad y respeto que tienen los japoneses entre ellos y con aquellos que no pertenecen a su cultura, por momentos me hace pensar que son personas graciosas, extremadamente calculadoras y perceptivas.
-¿Por qué fuma? -pregunta una japonesa que con una falda azul oscura y blusa blanca. Ella parece beata y yo debo ser una pecadora.
-No sabe mal –contesto con naturalidad, mientras observo las cenizas del cigarrillo que se deslizan y vuelan con el aire fresco. De un momento a otro, ella saca de su cartera de cuero negro una revista, en ella aparece un titular que invita a parar de fumar, en el subtitulo se explican las diferentes causas, desventajas y futuras consecuencias sobre el llamado vicio.
-Piénselo –me dice con un tono que resulta ser un consejo para evitar ser rechazada en una sociedad en la cual los fumadores son como cucarachas. Da unos pasos y se va.
Los Charritos
Son aproximadamente las 10:30 p.m, los días en la ciudad californiana son más largos y soleados, tal vez por eso llaman a San Francisco “Sun Fun”. Es hora de descansar, pero el bus hace una parada inesperada cuando hacen falta tres manzanas para llegar a mi destino. Las luces de la policía se encuentran avivadas y el ruido de las sirenas son aptos para ahogar a cualquier Odiseo. La policía cierra la avenida principal, ellos lo saben todo, permanecen quietos como estatuas; sólo dicen que tenemos que tomar otro camino, porque el bus no está autorizado para pasar. Caminando entre calles oscuras un sujeto de piel trigueña, del que apenas se reconocen sus facciones, dice que a lo mejor el asunto tiene que ver con narcóticos. Luego entre comentarios de violencia llega un mejicano y no necesita afirmar que es de allá, porque con su acento lo dice todo. Él al igual que muchos de sus amigos, vinieron a Los Estados Unidos a trabajar.
-Es que acá se gana en dólares chinita, acá es duro, pero el alma latina también se ve, se siente.
Ese american dream ha llegado a San Francisco, donde se habla más en español que en inglés o japonés. Los restaurantes mejicanos se encuentran en cada rincón y la cerveza no es Budweiser sino Corona.
-Pero dime… ¿tú te vas a quedar? –respondo con un rotundo 'no'. Me extraña la pregunta, porque quizás es natural para muchos viajar y quedarse de una vez. Sospecho que el hombre es ilegal. En seguida abre de nuevo su boca.
-Yo llevo ocho años acá pero hasta hora me voy a meter a clases de inglés.
De nuevo extrañada… No hago más preguntas.
En el fondo de la calle, a la derecha, se oyen protestas, la gente grita por algo y un poco de música latina resuena a lo lejos. El hombre desaparece, yo sigo mi camino. A pesar de la distancia lo ‘charritos’ siguen su juerga. Están allí tras dejarlo todo en un país que no les pertenece, pero aún así es su barrio, su gente, su gueto. Para ellos no existe la distancia, siguen en el mismo lugar.
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